![]() |
![]() |
This free photo collage generated with Smilebox |
El pasado mes de enero, el equipo de
En estas
líneas voy a hacer un breve repaso de algunas de esas obras y de los temas que
plantean, siguiendo el orden que la exposición nos planteaba, desde el
atrevimiento inconsciente del doctor Frankenstein hasta la rebelión de las
inteligencias artificiales creadas por el hombre.
Frankenstein nos interesa mucho más, ya que
plantea un motivo repetido después por la ciencia ficción hasta la saciedad: el
conflicto entre la ciencia y potencias misteriosas que escapan al control de la
razón. En toda una declaración de intenciones de lo que supone el movimiento
romántico, Mary Shelley nos habla de que el ser humano no se puede reducir
exclusivamente a una serie de principios racionales y de que hay otros
elementos que configuran nuestro comportamiento, al margen del determinismo
científico. El resultado es un ser artificial que termina revelándose contra un
creador que lo desprecia, considerándolo una abominación fruto de la osadía del
hombre que juega a ser dios.
150 años
después de la publicación de Frankenstein,
el estadounidense Philip K. Dick alumbró una extraña novela, Sueñan los androides con ovejas eléctricas,
en la que, entre otros muchos temas, volvíamos a encontrar la figura del ser
artificial en busca de una explicación a su existencia. Ese tema fue el central
de su adaptación cinematográfica en 1982: Blade
Runner, con la que Ridley Scott marcó un hito en el cine de ciencia
ficción.
El fim es
deslumbrante y a nadie puede dejar de conmover la rebeldía de los replicantes, condenados a una existencia
efímera, en una exageración de lo que es, al fin y al cabo, la vida de
cualquiera de nosotros. Es por ello por lo que, cuando Roy Batty (Rutger Hauer)
pronuncia su parlamento final, poco antes de morir, el espectador sensible
tiene ya listo el nudo en la garganta y hace suyas las palabras del auténtico
héroe de la función:
Yo... he visto cosas que
vosotros no creeríais... atacar naves en llamas más allá de Orión, he visto
rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como
lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.
Roy Batty daba paso en la
exposición a una serie de películas que nos planteaban importantes
interrogantes en la relación entre el hombre y el humanoide: ¿Cómo se enfrenta
un ser artificial a la vida? ¿Dónde está la frontera entre los sentimientos y las
respuestas mecánicas predeterminadas? ¿Existe el alma?
Tanto Yo, robot (Alex Proyas,
2004), como El hombre bicentenario
(Chris Columbus, 1999) e Inteligencia
artificial (Steven Spielberg, 2001) nos presentaban a seres artificiales en
busca de su humanidad. Las dos primeras parten de textos de uno de los grandes
maestros de la ciencia ficción, Isaac Asimov, que a lo largo de toda su carrera
indagó en las nuevas posibilidades que la vida artificial abrían a la
existencia humana y al nuevo orden que se derivaría de ellas. A partir de sus
tres leyes de la robótica, que aseguraban la convivencia pacífica entre hombres
y máquinas[1],
desarrolla todo un imaginario en el que los avances cibernéticos generan un
orden social nuevo.
http://www.youtube.com/watch?v=xR3TT0nSORc
http://www.youtube.com/watch?v=xR3TT0nSORc
Inteligencia artificial nos ofrece una versión futurista de Las aventuras de Pinocho en la que la
marioneta es ahora un androide capaz de amar, con la apariencia de un niño,
que, después de ser abandonado por su familia adoptiva, busca con obstinación
al Hada que lo convierta en un ser de carne y hueso. Película emocionante a veces y, en ocasiones, sensiblera, Inteligencia artificial ofrece la
hermosa odisea de una máquina en busca de la humanidad en una sociedad,
paradójicamente, cada vez más deshumanizada.
Lo del protagonista de Robocop (Paul Verhoeven, 1987) es un
caso aparte: híbrido entre hombre y máquina, la primera de sus dimensiones
acaba por imponerse y nos demuestra que somos algo más que un conjunto de
órganos en funcionamiento destinados a ser productivos y válidos sólo en la
medida que no les generemos demasiados problemas a nuestros gobernantes.
Envuelta en una violencia extrema y en la aparente intrascendencia del cine de
acción, Robocop proyecta una
interesante crítica a la injerencia de las corporaciones privadas en el mundo
de la política y a los difusos límites entre lo privado y lo público, por
desgracia, de rabiosa actualidad.
En esta misma línea se sitúa la
novela Globalia (Jean-Cristophe
Rufin, 2004), en la que el gobierno de los países no lo ejercen los políticos
electos sino los intereses privados, ocultos en las sombras, que manipulan a
una ciudadanía que sacrifica su libertad para gozar del estado de bienestar.
Sólo unos pocos saben lo que realmente ocurre más allá de las interminables
cúpulas de cristal que actúan como frontera entre los países desarrollados y el
tercer mundo, ya que toda comunicación está severamente controlada y a casi
nadie parece apetecer alterar un orden en el que el sufrimiento de muchos facilita
la comodidad de una minoría:
En Globalia, la libertad de expresión era total. Muy pocos, sin embargo, se
apartaban en lo que decían de las opiniones convenidas. Oficialmente, no había
nada que temer por decir lo que uno quisiera. Pero, con todo, era perceptible
una sorda indignación cada vez que uno expresaba opiniones discordantes, en
especial si contenían críticas acerca de la sociedad gñobaliana. Todos admitían
unanimente que Globalia era una democracia perfecta y que era una suerte
inmensa vivir allí.[2]
-¿Qué es una máquina? Esa palabra se ha definido de muchos modos. Esta es una
definición de un diccionario normal: Cualquier instrumento o mecanismo mediante
el cual se ejerce y aplica una fuerza, o se produce un efecto deseado. Muy
bien, entonces, ¿no es el hombre una máquina?[3]
La vida es una permanente
dialéctica, de manera que, si los robots aspiran a ser humanos, parece lógico
que la humanidad tienda a la robotización, como las escalofriantes imágenes del
comienzo de Metrópolis (Fritz Lang,
1927) nos hacen ver.
En 1936, Charles Chaplin, con
sus Tiempos modernos, tuvo la lucidez
de advertirnos sobre la deshumanización que llevaba aparejada la
industrialización irracional.
En 1967, otro genio del humor,
el francés Jacques Tati, nos presentaba en Playtime
una sociedad dominada por la incomunicación y el aislamiento y en la que todo
iba muy deprisa.
Tal velocidad alcanzan los
automóviles en Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966) que los carteles
publicitarios se construyen kilométricos para que la gente pueda verlos; la
sociedad del mundo que creó la pluma de Ray Bradbury condena todo lo que sea
distinto y persigue a la cultura y al espíritu crítico convirtiendo a la
humanidad en una masa homogénea, idiotizada por la televisión (¿se parece a
algo que conozcáis?). En 1973, Woody Allen ofreció su cómica visión de la
distopía en El Dormilón.
En Los sustitutos (Jonathan Mostow, 2009) versiones robóticas
mejoradas de nosotros mismos ocupan nuestro lugar en el mundo y somos incapaces
de enfrentarnos a la realidad, más allá de lo virtual.
El rechazo a lo que es distinto
y la existencia concebida como una interminable cadena de producción son temas
que cobran un nuevo empuje con los avances en investigación genética, algo que
no podía ignorar el cine
Gattaca (Andrew Niccol, 1997) nos
introduce en una sociedad en la que los individuos son muy parecidos, no por la
educación o los condicionantes culturales, como en Farenheit 451, sino porque han sido manipulados genéticamente. Se
abre así una nueva puerta para la estandarización humana con los inevitables
conflictos éticos.
Y a conflictos éticos nos
enfrenta precisamente Moon (Duncan
Jones, 2009): cuando podemos tener todos los clones que queramos de una
persona, ¿a quién le hacen falta los robots?
El ultimo alto en este siniestro
camino es Nunca me abandones (Mark
Romanek, 2010), adaptación de la novela de Kazuo Ishiguro del mismo título.
En
Hailshan, se forma a los niños con un propósito muy especial: han sido creados
genéticamente para ceder sus órganos a otras personas, de manera que, con su
sacrificio, la enfermedad casi ha desaparecido de la Tierra y se ha prolongado
la esperanza de vida por encima de los cien años.
¿Estaríamos dispuestos a crear a
seres humanos artificialmente para acabar con las enfermedades del mundo, a
costa de la vida de ellos?
Ahora bien, ¿qué puede pasar si
el mecanismo que hemos creado nos supera en cualquier ámbito hasta llegar al
punto de que no somos más que un torpe estorbo?
En 1993, el estadounidense
Vernon Vinge afirmaba que estábamos en vísperas de un cambio comparable al
surgimiento de la vida humana. Argumentaba que el acelerado desarrollo
tecnológico hará que los cambios se produzcan mucho más rápido que en el pasado
y que en unos treinta años se habrá creado una superinteligencia artificial
sobre la que perderemos el control, de manera que el poder ya no estará en manos
únicamente del ser humano; la era humana habrá concluido.
Pero el agorero de Vinge no
decía nada nuevo. Los que hemos leído a Phillip K. Dick ya estábamos alertados
y el cine también nos ha llamado la atención sobre ello.
Buena muestra de ello es Terminator (James Cameron, 1984), clara deudora de la
ficción de K. Dick y que pone imágenes a la teoría de Vinge. En su relato La segunda variedad, Dick lanza al aire
esta oscura pregunta, respecto a los soldados mecánicos que se han alzado
contra los seres humanos:
Me pregunto si no estaremos presenciando el principio de una nueva especie.
La nueva especie. Evolución. La raza que sustituirá al hombre.[4]
Más suerte corrió la especie
humana en Tron (Steven Lisberger, 1982):
la incursión de su protagonista en el mundo virtual del malvado Control central de programas frustró sus
planes de dominación mundial.
Y si de mundos virtuales se
trata, la película por excelencia es Matrix (Hermanos Wachowski, 1999), donde
el hombre vive su vida, ignorante de que es un esclavo de las máquinas,
enredado en la realidad virtual que éstas han diseñado a su medida.
El repaso dado nos da una buena
idea de que la ciencia ficción no es el género menor que prejuiciosamente se ha
venido considerando y que contiene, más allá del puro divertimento,
interesantes consideraciones sobre la condición humana y su destino, que por
desgracia no suele presentarse como muy halagüeño.
En cualquier caso, no todo está
perdido si las nuevas generaciones están dispuestas a reflexionar sobre todo lo
que nos anticipan estos autores visionarios y a valorarlo con sentido crítico,
como han hecho los alumnos que colaboraron en la preparación de la exposición:
Manuel Alcaraz Salvago, Ether López, Juan José Manzanares, Estefanía Martínez,
Beatriz Mercader, Juan José Robles, Esteban Romero, Laura Serrano, Encarni
Sanes y Joel Sarango.
Con el agradecimiento a su
trabajo, termino.
Ignacio García Fornet
Ignacio García Fornet
[1] 1: Un robot no puede hacer daño a un
ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.2: Un robot
debe obedecer las órdenes dadas
por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley. 3: Un
robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no
entre en conflicto con la
Primera o la
Segunda Ley.
[2] Globalia, Jean-Cristophe
Rufin, Barcelona, Anagrama, 2005.
[3] <<El maestro de ajedrez de Moxon>>, en ¿Pueden
suceder tales cosas?, Ambrose Bierce, Madrid, Valdemar, 2005.
[4] Cuentos completos, Philip
K. Dick, Barcelona, Minotauro, 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario